Ni el mejor de los fotógrafos ni el
más diestro de los pintores de Corte se consideraría capacitado para plasmar en
un fotograma o en un lienzo la mirada color almendra de la joven poetisa Sensi
Budia. Pues, su mirada es franca, como la de amigo. Su mirada es suave como
seda de Pekín. Su mirada es curiosa, como la de gato. Su mirada es inteligente,
como la de detective de novela policíaca. Su mirada es cristalina, como vidrio
recién pulido. Su mirada es líquida, como corriente de ríos empíreos. Su mirada
es cálida, como abrazo del verdadero amor. Su mirada es tierna, como la de
bebé. Su mirada es brillante, como estrellas. Su mirada es hipnótica, como
luna. Su mirada es radiante, como sol. Su mirada es tímida, como la de vestal. Su
mirada es límpida, como la de ángel. Su mirada es dulce, como melocotón en su
almíbar. Su mirada es algodón con topacio imperial engastado, merengue con
caramelo tostado. Su mirada es nube tras colina, azúcar con canela. Su mirada es
rosa blanca desplegada, margarita en primavera. Su mirada ilumina y nos
ilumina. Y con esa parda mirada irreproducible, inalcanzable para el común de
los mortales, ahonda Sensi en su propio ser, para conocerse a sí misma, para
permitir que los demás la conozcan.
Veinte teselas para un pequeño mosaico
es el resultado de esa introspección, un poemario de miradas anhelantes de la
existencia insuflada por la divinidad, un mosaico que reproduce el ser de la
poeta. Dividido en tres partes, en la primera, «Colores primarios», la autora
esparce sobre el tapete del lector las teselas, las piezas con las cuales
compondrá su mosaico, los colores primarios de cuya mixtura extraerá las
tonalidades precisas para la gama de cerámicas, advirtiendo que, en la lírica
tarea del ensamblaje, empleará, cual herramienta estrófica, esa inconfundible
mirada: «Dos bajitos ojos miel / […] / miran el líquido horizonte granado:».
Partirá, entonces, de sus vivencias: «Siempre he creído en las criaturas
mitológicas: / hasta los nueve años esperé las escamas / en mis doloridas
piernas, / […] / pero un día sales del agua y descubres que no, / que la bañera
de tu casa es como un estanque»; de su bagaje cultural y de sus experiencias íntimas,
aquellas que oprimen el corazón: «La universidad te abre las alas, / como el
amor a los catorce años: / con cada lágrima y cada beso / llenas el molde y el
carcax de cera»; de su familia: «Cuando abrazo a mi madre huele a menta el
chocolate», «De mi tía Manuela había una de esas fotos, / […] / De niña, mi
abuela me trenzaba los mechones / […] / La tarde de mi primer recital, / me
peinó como yo quise»; de esa zozobra en el porvenir que la hace dudar de sí
misma: «¡Abuelo, que quiero ser astronauta! / … quiero ser psicóloga / … quiero ser cantante… / […] / … soy poeta /
[…] / o, mejor, profesora. / […] / Mamá, tengo ansiedad / … porque / no soy nada»; y de la dura realidad de
la muerte: «Son fríos los hospitales… / […] / Pero tú cada día tiritabas menos
/ y a mí se me escarchó la herida / […] / Desde que te fuiste tengo sangre en
las pupilas».
En
la segunda parte, «Resina gris», Budia rebusca entre las teselas, a fin de
ordenarlas para su encaje. Lo hace entre la evocación («Recuerdo cuando / con
siete años / me abrí el mentón»), los sentimientos («Escogisteis el silencio, /
el rechazo, la ignorancia y el odio. / Yo elegí tener los tobillos frágiles / […]
/ el abrazo, la frecuencia, / la fraternidad; el beso, el cariño, la mano. /
[…] / Mis tobillos no están hechos para pisar fuerte, / no, sí para dejar
huella») y la enfermedad y el dolor («Cada alienado latido… / […] / taladra mi
vientre / desde abajo hasta el esternón. / […] / Mi mente hipogástrica / lanza
un polifémico alarido / de odio al amante de alcalino cristal»). En ese
momento, la poetisa madura, se mira en reflexivo idilio, percibe, comienza a
ser consciente de su presencia en el mundo, del término de la infantil fantasía,
de la inclemencia de la vida: «Hoy me he dado cuenta de que llevo muchos días /
muerta… / […] / Te he observado a los pies de esta cama / agonizante y perdida
en un profundo sueño. / […] / Hoy ya no hay marcha atrás». La poetisa, sumida
en esa crueldad, evoluciona: «En la sexta luna se secó el mar / y me
naufragaron los ojos hasta la nuca». La poetisa, «En los vacíos del /
vertiginoso / ritmo de / ventilador», presta a unir sus teselas, a revelar el
retrato de su alma, reacciona ante todo lo que impidió entender quién es,
aquello «que no me deja ser yo».
La
última parte, «Blanco y negro», es la desfragmentación de esa nebulosa gris de
la zona intermedia y la consolidación del ser personal y poético de Budia, el
paso a la edad adulta, a la individualidad, a la responsabilidad de los actos.
«No pertenecemos a nadie / más que a nosotros mismos», versifica; y, con tal
seguridad, materializa aquellos momentos que marcaron su biografía, durante el
nacimiento («Yo soy la que se movía / bailando en aquel charco intrauterino /
de mi madre») y la juventud («Me aterraba la idea de salir a la calle / […] /
de la mano de mi madre»); destacando el trágico y súbito fallecimiento del
hermano, para la madre («Conmigo la fuente olvidó el pasado / […] / una
tormenta que inundaba el vientre / otra vez»), para la rapsoda («su garganta
era el pozo / del que mi madre subía / explicaciones inútiles»), para la familia
(«Limpio sus caras lágrimas, / las mismas de las de la primera negligencia»);
porque no hay mayor marca que la dejada por la pérdida de un ser querido.
Reniega, así, de las celebraciones cumpleañeras («Nunca quise apagar mi alma
sobre el dulce…») y condena la frustración impuesta («Estos inertes / útiles
son inútiles. / Nos pasarán»).
En Veinte teselas para un pequeño mosaico, Sensi Budia desnuda su
corazón y su alma; y desvela, y nos desvela, que somos aquello que fuimos; que
somos, en definitiva, aquellos instantes que sellaron nuestra vida, que
trazaron nuestra existencia.
Surdecordoba.com, 1 de septiembre de 2018
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