Si
usted, conspicuo lector, es de los que, como yo, está hasta los cojones (o los
ovarios) de Cataluña, Puigdemont y el artículo constitucional (y lo que todavía
nos queda, ¡que no le despisten los nuevos gobiernos!), le alegrará saber
(¡albricias!) que nos adentramos en el último número de esta modesta serie
catalana, capilla de causas y consecuencias.
Pero, antes de presionar la tecla de
punto y final, entre loores, aplausos y reverencias, conviene precisar que este
ciego capricho independentista que, como el moscovita al vodka, aficiona a los
catalanes (o a una buena parte de ellos) no les ha entrado sin más, cuales
mocosos malcriados. Cierto que la rabieta de Artur Mas se antojó infantiloide,
y, en esa competición con Mariano Rajoy por comprobar quién la tenía más larga,
contraatacó inflándola (la medida), al nombrar como sucesor a título de Molt
Honorable President a un orate extremista, a un pazguato sin mesura ni
criterio. No obstante, y aunque, insisto, la mecha ya estaba prendida, fue
precisamente otra sucesión la que avivó o aceleró su consumo: la sucesión de la
Corona en la persona de Felipe VI.
Para un nacionalismo chapucero y
pendenciero, que construye su Historia a base de estafas y falsedades, los
símbolos son tabla de salvación y alegoría vehicular hacia esa Arcadia
proyectada por arquitectos alocados y adictos a un sistema incoherente. Si con
Felipe V comenzó todo el calvario catalán (Guerra de Sucesión, 11 de septiembre
de 1714, fueros y demás), con Felipe VI debía terminar, pues tener como Rey a
un Borbón con tal nombre era no sólo una infame humillación, sino una insolente
provocación. Intolerable para los dignos catalanes de bien que viven oprimidos
por el pesado y férreo yugo del dictatorial Estado español.
Así que nos encontramos aquí, con
Cataluña hasta en la sopa y entreteniendo a medio mundo con el espectáculo
internacional que se ha montado, o que ha montado ese extraño ser, que gasta
felpudos por pelucas, de perennes vacaciones por Europa a costa de los fondos
públicos de su partido, como universitario con disfrute de Erasmus, quien ha
multiplicado la jugada de su padrino, designando a dedo a un sucesor doblemente
orate, exaltado y pazguato… Muy español todo, ya lo he tecleado en alguna
ocasión.
También en suelo patrio nos
divertimos lo nuestro, viendo cómo acólitos o adláteres, amedrentados por el
fin preventivo de la pena, como Pedro con Jesucristo, reniegan de toda conducta
independentista pasada, presente y futura; mientras otros callan, frente a
estúpidas preguntas de periodistas inanes, como las lanzadas a Gerard Piqué y
al FC Barcelona sobre su adhesión al independentismo, cuando el primero había
llegado a participar (acompañado de vástago, incluso) en manifestaciones por la
independencia catalana y el segundo, saltado al campo con un mapa de los países
catalanes… Hay que joderse.
Algunos, con jaquecosa terquedad, se
empecinan en rebobinar la cinta de nuestra historia reciente y volver a
reproducir los fotogramas de aquella etapa que denominamos Transición. Algunos
no se abochornan en escupir públicos perdigones por su falta de previsión, por
su excesiva bondad o por no conceder a las regiones nacionalistas el grueso de
los privilegios que merecían. Quien subscribe esta serie, a la cual apenas le
quedan unas líneas (chapó y me quito el sombrero por su aguante, perseverante,
¡cuasi devoto!, lector), aboga por una postura ecléctica, o resignada, o
comprensiva mejor, empática con un tiempo que no vivió y un escenario que no
pisó. Porque no nos corresponde juzgar el pasado y porque es fácil, cuando no
cobarde, criticar en la distancia, con los años transcurridos entremedias.
Habría que sondear ese ostentoso y demagógico nivel de altanería, en tanto se
procuraba abandonar una dictadura compartiendo mesa de negociación con
espadones ametrallados de medallas y curas de sotanas almidonadas por el
régimen. Sin embargo, no supone ir desencaminados del todo, ni es malo de suyo
entonar el mea culpa, si somos
capaces de comprender lo confuso de una democracia que constitucionalmente
permite y subvenciona la formación de partidos políticos que instituyen como
objetivo el independentismo, para después, alcanzado el poder por vías, dicho
sea, democráticas, impedirlo, corregirlo y sentenciarlo. Constituciones como la
alemana prohíbe («… son inconstitucionales…») a los partidos políticos que
pongan «… en peligro la existencia de la República Federal de Alemania» (art.
21.2), y nadie cuestiona su compromiso con la Democracia y los Derechos
Humanos. La francesa se blinda a sí misma, al impedir reformas que menoscaben
la integridad del territorio (art. 89). De paradigmática radicalidad es la
portuguesa, cuyo artículo 51.4 dispone: «Ningún partido será constituido con
nombre o programa que tenga naturaleza o alcance regional»… Casi nada, cortando
por lo sano, vaya.
De cualquier modo, el conflicto catalán ha proporcionado
a los españoles el mayor grado de conocimientos en Derecho Constitucional al
que podemos aspirar, una lección jurídica que nos costará olvidar: la vigente
Constitución Española tiene, al menos, ciento cincuenta y cinco artículos.
Amén.
Lucenadigital.com, 30 de junio de 2018
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