sábado, 13 de julio de 2019

Cataluña IV. Felipe y amén

Si usted, conspicuo lector, es de los que, como yo, está hasta los cojones (o los ovarios) de Cataluña, Puigdemont y el artículo constitucional (y lo que todavía nos queda, ¡que no le despisten los nuevos gobiernos!), le alegrará saber (¡albricias!) que nos adentramos en el último número de esta modesta serie catalana, capilla de causas y consecuencias.
 
Pero, antes de presionar la tecla de punto y final, entre loores, aplausos y reverencias, conviene precisar que este ciego capricho independentista que, como el moscovita al vodka, aficiona a los catalanes (o a una buena parte de ellos) no les ha entrado sin más, cuales mocosos malcriados. Cierto que la rabieta de Artur Mas se antojó infantiloide, y, en esa competición con Mariano Rajoy por comprobar quién la tenía más larga, contraatacó inflándola (la medida), al nombrar como sucesor a título de Molt Honorable President a un orate extremista, a un pazguato sin mesura ni criterio. No obstante, y aunque, insisto, la mecha ya estaba prendida, fue precisamente otra sucesión la que avivó o aceleró su consumo: la sucesión de la Corona en la persona de Felipe VI.

 
Para un nacionalismo chapucero y pendenciero, que construye su Historia a base de estafas y falsedades, los símbolos son tabla de salvación y alegoría vehicular hacia esa Arcadia proyectada por arquitectos alocados y adictos a un sistema incoherente. Si con Felipe V comenzó todo el calvario catalán (Guerra de Sucesión, 11 de septiembre de 1714, fueros y demás), con Felipe VI debía terminar, pues tener como Rey a un Borbón con tal nombre era no sólo una infame humillación, sino una insolente provocación. Intolerable para los dignos catalanes de bien que viven oprimidos por el pesado y férreo yugo del dictatorial Estado español.
 
Así que nos encontramos aquí, con Cataluña hasta en la sopa y entreteniendo a medio mundo con el espectáculo internacional que se ha montado, o que ha montado ese extraño ser, que gasta felpudos por pelucas, de perennes vacaciones por Europa a costa de los fondos públicos de su partido, como universitario con disfrute de Erasmus, quien ha multiplicado la jugada de su padrino, designando a dedo a un sucesor doblemente orate, exaltado y pazguato… Muy español todo, ya lo he tecleado en alguna ocasión.
 
También en suelo patrio nos divertimos lo nuestro, viendo cómo acólitos o adláteres, amedrentados por el fin preventivo de la pena, como Pedro con Jesucristo, reniegan de toda conducta independentista pasada, presente y futura; mientras otros callan, frente a estúpidas preguntas de periodistas inanes, como las lanzadas a Gerard Piqué y al FC Barcelona sobre su adhesión al independentismo, cuando el primero había llegado a participar (acompañado de vástago, incluso) en manifestaciones por la independencia catalana y el segundo, saltado al campo con un mapa de los países catalanes… Hay que joderse.
 
Algunos, con jaquecosa terquedad, se empecinan en rebobinar la cinta de nuestra historia reciente y volver a reproducir los fotogramas de aquella etapa que denominamos Transición. Algunos no se abochornan en escupir públicos perdigones por su falta de previsión, por su excesiva bondad o por no conceder a las regiones nacionalistas el grueso de los privilegios que merecían. Quien subscribe esta serie, a la cual apenas le quedan unas líneas (chapó y me quito el sombrero por su aguante, perseverante, ¡cuasi devoto!, lector), aboga por una postura ecléctica, o resignada, o comprensiva mejor, empática con un tiempo que no vivió y un escenario que no pisó. Porque no nos corresponde juzgar el pasado y porque es fácil, cuando no cobarde, criticar en la distancia, con los años transcurridos entremedias. Habría que sondear ese ostentoso y demagógico nivel de altanería, en tanto se procuraba abandonar una dictadura compartiendo mesa de negociación con espadones ametrallados de medallas y curas de sotanas almidonadas por el régimen. Sin embargo, no supone ir desencaminados del todo, ni es malo de suyo entonar el mea culpa, si somos capaces de comprender lo confuso de una democracia que constitucionalmente permite y subvenciona la formación de partidos políticos que instituyen como objetivo el independentismo, para después, alcanzado el poder por vías, dicho sea, democráticas, impedirlo, corregirlo y sentenciarlo. Constituciones como la alemana prohíbe («… son inconstitucionales…») a los partidos políticos que pongan «… en peligro la existencia de la República Federal de Alemania» (art. 21.2), y nadie cuestiona su compromiso con la Democracia y los Derechos Humanos. La francesa se blinda a sí misma, al impedir reformas que menoscaben la integridad del territorio (art. 89). De paradigmática radicalidad es la portuguesa, cuyo artículo 51.4 dispone: «Ningún partido será constituido con nombre o programa que tenga naturaleza o alcance regional»… Casi nada, cortando por lo sano, vaya.
 
De cualquier modo, el conflicto catalán ha proporcionado a los españoles el mayor grado de conocimientos en Derecho Constitucional al que podemos aspirar, una lección jurídica que nos costará olvidar: la vigente Constitución Española tiene, al menos, ciento cincuenta y cinco artículos. Amén.

Lucenadigital.com, 30 de junio de 2018

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