No
era ése el plan inicial. Quiero decir que no estaba previsto o no era lo
inicialmente ideado. Aunque, cuando se redactaron los pertinentes artículos
constitucionales, alguna que otra segunda intención se tendría; al menos, se
intuiría el curso que tomarían los acontecimientos. Con interpretaciones para cada
gusto: los más puritanos o conservadores continúan sin escatimar golpes de
pecho, enorgullecidos de un grado de autogobierno regional superior al de un
estado federal; los más progresistas, en cambio, inconformistas por deformación
profesional, defienden una configuración abierta, en la eterna espera del
estado federal.
Nuestra Constitución regula tres
procesos diferenciados para la formación de Comunidades Autónomas: uno, para
los territorios definidos como históricos (aquellos «… que en el pasado
hubiesen plebiscitado afirmativamente proyectos de Estatuto de autonomía y
cuenten, al tiempo de promulgarse esta Constitución, con regímenes provisionales
de autonomía…», según Disposición Transitoria Segunda); otro, para los
territorios que, sin ser considerados constitucionalmente como históricos,
pretendieran las mismas cotas de autogobierno en idéntico tiempo; y, un tercero,
para los territorios que fueran asumiendo competencias paso a paso, en función
de sus necesidades y sus facultades de autogestión.
Pero, claro, entonces, como ahora,
estábamos en España, donde, por cierto, seguimos, y donde podemos andar escasos
de muchas cosas, si bien vamos sobrados de envidia y soberbia. Donde nos
resulta indignante, puños agitados al cielo, que nuestro vecino tenga más, que
es lo que cuenta, lo cual no siempre significa mejor. Donde nadie es menos que
nadie.
El alto grado de autogobierno
instantáneo se inventó, como el café de bote o de sobre, o como el chocolate a
la taza, para aquellos territorios que, cegados por la ansiedad, no les
importaba consumir un producto manipulado, extraviado de la artesanía y del
mimo concedido por la lentitud de la dedicación, con tal de que el consumo
fuera rápido, inmediato: fueron aquellos territorios a los que, cuales niños
pequeños, sus padres prometieron un regalo, si se portaban bien y sacaban
buenas notas; fueron aquellos territorios donde el nacionalismo independentista
se hallaba arraigado, pudiendo fastidiar, y mucho, eso que se llamó «Transición».
Fueron Cataluña, País Vasco y Galicia.
Y, en fin, tecleaba lo de la
envidia, así que, sin ir demasiado lejos, Andalucía soltó un pero qué cojones muy
castizo y bandolero, más por la apariencia del qué dirán, acompañado por un
rotundo golpe en la mesa: que si la Junta Suprema, que si la Constitución de
Antequera, que si la Asamblea de Ronda; que qué se habían creído catalanes,
vascos y gallegos; que con tamaña población y tamaño territorio los andaluces
podían erigirse como los supremos independientes del independentismo y que si
no aprobaron su Estatuto durante la II República no fue por falta de
patriotismo andaluz, joder, sino por haberse tomado las cosas con demasiada
tranquilidad (el calor y demás, compresiblemente) y por pequeñas y puntuales
dificultades para alcanzar el acuerdo (gran población y gran territorio,
insistieron, creo). Andalucía se agarró al artículo 151 como si del Anillo
Único se tratara o tratase y, con alguna que otra trampilla por la zona
almeriense, por ejemplo, promulgó su Estatuto mientras los ciudadanos elegían
los racimos de uvas, el 30 de diciembre de 1981.
Los territorios que no disfrutaron
de la suertuda excusa andaluza, se vieron abocados a la paciencia, ma non troppo, lo justo para pasar el
lustro preceptuado por la Constitución. Llegado el día, como multimillonarios
afanosos de caprichos, glotones pendientes de la cochura del pastel o consumidores
a las puertas de las rebajas, comenzaron a apoderarse de competencias como si
no hubiera un mañana. Si había café soluble, ¿por qué diablos prolongar el
molido del grano?, ¿acaso eran ellos unos pringados?, ¿acaso no dijo Dios «hermanos»
que no «primos»? Si había café instantáneo, en apariencia, igual de sabrosón,
empero, inmediato, menos laborioso, pues, ¡café para todos!
Para unos y otros, lo perentorio fue
la enseñanza. Un gobierno centralizado jamás de los jamases enseñaría a sus
discentes los principios y valores del patriotismo regional: aquí el que más y
el que menos tuvo bandera e himno prerromanos, y un tatarabuelo que luchó por
la libertad de los pueblos subyugados por el imperialismo unificador. La
consecuencia es diecisiete más dos sistemas educativos, cada cual a lo suyo. La
consecuencia es un desajuste en el sistema, cuyos efectos ya empezamos a
sufrir.
La Transición esculpió un régimen territorial que, como
en sus restantes decisiones, buscó contentar a todo quisque. Soy de los que
opinan que quizá sin prever la reacción: esa precipitación territorial
desaforada, ese abalanzarse desesperado a recoger competencias… No me
corresponde juzgar, y no hay vuelta atrás, no hay solución restrictiva,
siquiera para Cataluña. La descentralización extrema puede convertirse en un
veneno ponzoñoso para la integridad territorial, si no se termina de concebir
el autogobierno como una forma de eficacia y eficiencia en la gestión de los
servicios al ciudadano, dada su proximidad con él, y no como un codicioso instrumento
para aplacar la envidia.
Lucenadigital.com, 1 de junio de 2018
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