sábado, 22 de junio de 2019

Cataluña III. ¡Café para todos!

No era ése el plan inicial. Quiero decir que no estaba previsto o no era lo inicialmente ideado. Aunque, cuando se redactaron los pertinentes artículos constitucionales, alguna que otra segunda intención se tendría; al menos, se intuiría el curso que tomarían los acontecimientos. Con interpretaciones para cada gusto: los más puritanos o conservadores continúan sin escatimar golpes de pecho, enorgullecidos de un grado de autogobierno regional superior al de un estado federal; los más progresistas, en cambio, inconformistas por deformación profesional, defienden una configuración abierta, en la eterna espera del estado federal.
 
Nuestra Constitución regula tres procesos diferenciados para la formación de Comunidades Autónomas: uno, para los territorios definidos como históricos (aquellos «… que en el pasado hubiesen plebiscitado afirmativamente proyectos de Estatuto de autonomía y cuenten, al tiempo de promulgarse esta Constitución, con regímenes provisionales de autonomía…», según Disposición Transitoria Segunda); otro, para los territorios que, sin ser considerados constitucionalmente como históricos, pretendieran las mismas cotas de autogobierno en idéntico tiempo; y, un tercero, para los territorios que fueran asumiendo competencias paso a paso, en función de sus necesidades y sus facultades de autogestión.
 
Pero, claro, entonces, como ahora, estábamos en España, donde, por cierto, seguimos, y donde podemos andar escasos de muchas cosas, si bien vamos sobrados de envidia y soberbia. Donde nos resulta indignante, puños agitados al cielo, que nuestro vecino tenga más, que es lo que cuenta, lo cual no siempre significa mejor. Donde nadie es menos que nadie.
 
El alto grado de autogobierno instantáneo se inventó, como el café de bote o de sobre, o como el chocolate a la taza, para aquellos territorios que, cegados por la ansiedad, no les importaba consumir un producto manipulado, extraviado de la artesanía y del mimo concedido por la lentitud de la dedicación, con tal de que el consumo fuera rápido, inmediato: fueron aquellos territorios a los que, cuales niños pequeños, sus padres prometieron un regalo, si se portaban bien y sacaban buenas notas; fueron aquellos territorios donde el nacionalismo independentista se hallaba arraigado, pudiendo fastidiar, y mucho, eso que se llamó «Transición». Fueron Cataluña, País Vasco y Galicia.
 
Y, en fin, tecleaba lo de la envidia, así que, sin ir demasiado lejos, Andalucía soltó un pero qué cojones muy castizo y bandolero, más por la apariencia del qué dirán, acompañado por un rotundo golpe en la mesa: que si la Junta Suprema, que si la Constitución de Antequera, que si la Asamblea de Ronda; que qué se habían creído catalanes, vascos y gallegos; que con tamaña población y tamaño territorio los andaluces podían erigirse como los supremos independientes del independentismo y que si no aprobaron su Estatuto durante la II República no fue por falta de patriotismo andaluz, joder, sino por haberse tomado las cosas con demasiada tranquilidad (el calor y demás, compresiblemente) y por pequeñas y puntuales dificultades para alcanzar el acuerdo (gran población y gran territorio, insistieron, creo). Andalucía se agarró al artículo 151 como si del Anillo Único se tratara o tratase y, con alguna que otra trampilla por la zona almeriense, por ejemplo, promulgó su Estatuto mientras los ciudadanos elegían los racimos de uvas, el 30 de diciembre de 1981.
 
Los territorios que no disfrutaron de la suertuda excusa andaluza, se vieron abocados a la paciencia, ma non troppo, lo justo para pasar el lustro preceptuado por la Constitución. Llegado el día, como multimillonarios afanosos de caprichos, glotones pendientes de la cochura del pastel o consumidores a las puertas de las rebajas, comenzaron a apoderarse de competencias como si no hubiera un mañana. Si había café soluble, ¿por qué diablos prolongar el molido del grano?, ¿acaso eran ellos unos pringados?, ¿acaso no dijo Dios «hermanos» que no «primos»? Si había café instantáneo, en apariencia, igual de sabrosón, empero, inmediato, menos laborioso, pues, ¡café para todos!
 
Para unos y otros, lo perentorio fue la enseñanza. Un gobierno centralizado jamás de los jamases enseñaría a sus discentes los principios y valores del patriotismo regional: aquí el que más y el que menos tuvo bandera e himno prerromanos, y un tatarabuelo que luchó por la libertad de los pueblos subyugados por el imperialismo unificador. La consecuencia es diecisiete más dos sistemas educativos, cada cual a lo suyo. La consecuencia es un desajuste en el sistema, cuyos efectos ya empezamos a sufrir.
 
La Transición esculpió un régimen territorial que, como en sus restantes decisiones, buscó contentar a todo quisque. Soy de los que opinan que quizá sin prever la reacción: esa precipitación territorial desaforada, ese abalanzarse desesperado a recoger competencias… No me corresponde juzgar, y no hay vuelta atrás, no hay solución restrictiva, siquiera para Cataluña. La descentralización extrema puede convertirse en un veneno ponzoñoso para la integridad territorial, si no se termina de concebir el autogobierno como una forma de eficacia y eficiencia en la gestión de los servicios al ciudadano, dada su proximidad con él, y no como un codicioso instrumento para aplacar la envidia.

Lucenadigital.com, 1 de junio de 2018

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