Pues
resulta que está uno aquí, entretenido con sus teclas y sus memeces, ciscándose
en su perra suerte y la maldita hora en que lo mirara un tuerto, y aparecen
viejos fantasmas del pasado para fastidiarle, todavía más si cabe, la existencia.
Casi siete años después —que se dice
pronto—, mi amigo el pensador reaparece con las baterías recargadas de su simpatía
y buen humor característicos. Como si en este periodo latente, iniciado tras su
pasada debacle, hubiera reposado en el confortable interior de un capullo de
seda, regenerándose y germinando, cual baboso gusano en bella mariposa.
No teniendo usted, paciente lector,
obligación de recordarlo, procedo a hacerlo yo sumariamente. Inicié mi modesta
colaboración con esta casa, allá por febrero de 2011, con un artículo por medio
del cual procuraba ironizar con la idea de que la docta excelencia no es vestigio
de integridad moral, mientras que el arbitrario agravio al semejante lo es,
inequívocamente, de pobreza moral. Aquel artículo llevaba por título «Ser
pensador», y tenía como protagonista a un fulano quien, entre sus méritos
curriculares, destacaba el de ser eso, pensador. A mí, por entonces todavía
jovenzuelo imberbe (más o menos), sin conocimientos académicos consolidados ni
consolidables, me sorprendió tamaño estatus laboral, profesión que desconocía
pudiera engrosar las apretadas líneas del tomo de la vida. Animado a analizar
el estado de la cuestión, me propuse compartirlo con el público, por si la
casualidad quisiera que algún lector aburrido o desesperado, ávido de letras
sobre las que pasear sus hinchados ojos, cual toxicómano en fase terminal con
la droga o sustancia que aspirase a serlo, tuviera a bien dedicarle unos
minutos de su tiempo. Zanjé que, conocida la naturaleza idiosincrásica
española, el problema debía resolverse fatalmente acudiendo al segundo lema que
el DRAE (hoy DLE) empleaba para definir el término pensador: «En los cortijos de Andalucía, mozo encargado de dar los
piensos al ganado de labor». Es decir, nuestro pensador (o el mío) era, sin
duda, un mozo andaluz auxiliar de ganadería. Trabajo nobilísimo, faltaría más,
como cualquier otro trabajo honrado, y no tan honrado. Y ahí quedó la cosa.
Sin embargo, estimo que, en estos
siete años, el oficio no ha dado el beneficio esperado, en ninguno de los dos
lemas de nuestro Diccionario, ya que el pensador ha renacido, cual ave fénix
mitológica, de sus cenizas de rencor y delirio, generadas por la acumulación de
sus propias frustraciones y miserias, ésas que le carcomen corazón, mente y alma,
cual desdichados coleópteros con transfigurada digestión antropófaga. Así,
renace grosero, para volver a despreciar y denigrar, a discutir y calumniar, a
poner en entredicho a todo ser que, como mindundi que serpentea, arrastrándose
por debajo de la suela de sus zapatos, contradiga su venerable juicio. Para
volver a volcar ese resentimiento trágico, lastimoso, sobre el resto de la
humanidad, culpándola de su desdicha, al carecer del temple necesario para asumirlo
y afrontarlo, o para reconocer la derrota y cumplir con la sentencia. La vida
es muy puñetera e injusta. La vida, en ocasiones, para algunos, es muy jodida.
No para quienes se lo han embolsado a pulso, a base de mandobles, sino para quienes
se han visto envueltos, sin comerlo ni beberlo, en la podredumbre del hado, o
directamente nacieron bajo el signo de la estrella del infortunio. Ante esto,
el odio contra sí mismo, contra los hilos personales de lana negra entreverados
por las Parcas, cual asedio reflexivo, va mermando el ánimo y agriando el temperamento,
royendo, desgastando la voluntad hasta que consume cuerpo y espíritu, si el
ardor y la bravura para contenerlo y replegarlo se extinguen con la fatiga de
la capitulación. Cuando esa contención es débil, compuesta con argamasa aguada,
se ansía sostenerla tirando mazacotes aún más aguados en forma de dardos
envenenados con las desilusiones y resquemores, lanzados contra todo prójimo
que planta delante de la cara la brutalidad de la realidad.
Pero comprendo a nuestro pensador (o
al mío), pues juraría que, como yo, es un perdedor. Me lo parece. La diferencia
es que no lo acepta. O que no ha llegado a descubrirlo, a descorrer esa cortina
translúcida que coarta su cordura. Nuestro pensador (o el mío), evidentemente,
se atribuye las mayores cualidades, las mejores gracias universales que puedan
concederse; de esta manera, acicateado por el orgullo, la mínima contrariedad
hacia esta verdad absoluta le provoca una implosión que daña su núcleo, cuyo
equilibrio a duras penas mantiene rechazando parte de la onda expansiva y
enfocándola hacia el promotor de la violenta ruptura intestina, sin percibir
que sólo la lucidez ante las auténticas circunstancias y su admisión le darán
la fuerza para combatirlas o la paz para soportarlas (o sobrellevarlas),
disculparlas y disimularlas… Al tiempo que proporcionan tranquilidad a los
demás.
Y aquí concluyo. Nuestro pensador (o el mío) no merece la
persistencia, porque para ser un hombre pensador, primero hay que ser un hombre
digno. Sea al ganar o al perder.
Lucenadigital.com, 01 de febrero de 2018
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