jueves, 14 de febrero de 2019

El regreso del pensador

Pues resulta que está uno aquí, entretenido con sus teclas y sus memeces, ciscándose en su perra suerte y la maldita hora en que lo mirara un tuerto, y aparecen viejos fantasmas del pasado para fastidiarle, todavía más si cabe, la existencia.
 
Casi siete años después —que se dice pronto—, mi amigo el pensador reaparece con las baterías recargadas de su simpatía y buen humor característicos. Como si en este periodo latente, iniciado tras su pasada debacle, hubiera reposado en el confortable interior de un capullo de seda, regenerándose y germinando, cual baboso gusano en bella mariposa.
 
No teniendo usted, paciente lector, obligación de recordarlo, procedo a hacerlo yo sumariamente. Inicié mi modesta colaboración con esta casa, allá por febrero de 2011, con un artículo por medio del cual procuraba ironizar con la idea de que la docta excelencia no es vestigio de integridad moral, mientras que el arbitrario agravio al semejante lo es, inequívocamente, de pobreza moral. Aquel artículo llevaba por título «Ser pensador», y tenía como protagonista a un fulano quien, entre sus méritos curriculares, destacaba el de ser eso, pensador. A mí, por entonces todavía jovenzuelo imberbe (más o menos), sin conocimientos académicos consolidados ni consolidables, me sorprendió tamaño estatus laboral, profesión que desconocía pudiera engrosar las apretadas líneas del tomo de la vida. Animado a analizar el estado de la cuestión, me propuse compartirlo con el público, por si la casualidad quisiera que algún lector aburrido o desesperado, ávido de letras sobre las que pasear sus hinchados ojos, cual toxicómano en fase terminal con la droga o sustancia que aspirase a serlo, tuviera a bien dedicarle unos minutos de su tiempo. Zanjé que, conocida la naturaleza idiosincrásica española, el problema debía resolverse fatalmente acudiendo al segundo lema que el DRAE (hoy DLE) empleaba para definir el término pensador: «En los cortijos de Andalucía, mozo encargado de dar los piensos al ganado de labor». Es decir, nuestro pensador (o el mío) era, sin duda, un mozo andaluz auxiliar de ganadería. Trabajo nobilísimo, faltaría más, como cualquier otro trabajo honrado, y no tan honrado. Y ahí quedó la cosa.
 
Sin embargo, estimo que, en estos siete años, el oficio no ha dado el beneficio esperado, en ninguno de los dos lemas de nuestro Diccionario, ya que el pensador ha renacido, cual ave fénix mitológica, de sus cenizas de rencor y delirio, generadas por la acumulación de sus propias frustraciones y miserias, ésas que le carcomen corazón, mente y alma, cual desdichados coleópteros con transfigurada digestión antropófaga. Así, renace grosero, para volver a despreciar y denigrar, a discutir y calumniar, a poner en entredicho a todo ser que, como mindundi que serpentea, arrastrándose por debajo de la suela de sus zapatos, contradiga su venerable juicio. Para volver a volcar ese resentimiento trágico, lastimoso, sobre el resto de la humanidad, culpándola de su desdicha, al carecer del temple necesario para asumirlo y afrontarlo, o para reconocer la derrota y cumplir con la sentencia. La vida es muy puñetera e injusta. La vida, en ocasiones, para algunos, es muy jodida. No para quienes se lo han embolsado a pulso, a base de mandobles, sino para quienes se han visto envueltos, sin comerlo ni beberlo, en la podredumbre del hado, o directamente nacieron bajo el signo de la estrella del infortunio. Ante esto, el odio contra sí mismo, contra los hilos personales de lana negra entreverados por las Parcas, cual asedio reflexivo, va mermando el ánimo y agriando el temperamento, royendo, desgastando la voluntad hasta que consume cuerpo y espíritu, si el ardor y la bravura para contenerlo y replegarlo se extinguen con la fatiga de la capitulación. Cuando esa contención es débil, compuesta con argamasa aguada, se ansía sostenerla tirando mazacotes aún más aguados en forma de dardos envenenados con las desilusiones y resquemores, lanzados contra todo prójimo que planta delante de la cara la brutalidad de la realidad.
 
Pero comprendo a nuestro pensador (o al mío), pues juraría que, como yo, es un perdedor. Me lo parece. La diferencia es que no lo acepta. O que no ha llegado a descubrirlo, a descorrer esa cortina translúcida que coarta su cordura. Nuestro pensador (o el mío), evidentemente, se atribuye las mayores cualidades, las mejores gracias universales que puedan concederse; de esta manera, acicateado por el orgullo, la mínima contrariedad hacia esta verdad absoluta le provoca una implosión que daña su núcleo, cuyo equilibrio a duras penas mantiene rechazando parte de la onda expansiva y enfocándola hacia el promotor de la violenta ruptura intestina, sin percibir que sólo la lucidez ante las auténticas circunstancias y su admisión le darán la fuerza para combatirlas o la paz para soportarlas (o sobrellevarlas), disculparlas y disimularlas… Al tiempo que proporcionan tranquilidad a los demás.
 
Y aquí concluyo. Nuestro pensador (o el mío) no merece la persistencia, porque para ser un hombre pensador, primero hay que ser un hombre digno. Sea al ganar o al perder.

Lucenadigital.com, 01 de febrero de 2018

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