Supongo
que contará con idéntico proceso, que las aficiones surgirán de igual manera. Personalísima
y homogénea a la par. Un destello que inflama el interés, un detalle que
incendia el alma. Tal vez las hayamos estado practicando esporádicamente, como
al descuido, por ocupar el tiempo libre, o compartirlo con familia o amigos; y
un buen día, sin saber el cómo ni el porqué, no podemos abandonarlas, deseando
de que lleguen esos preciados momentos reservados para ellas. Algunas ascenderán
a pasiones, necesidades vitales que te descomponen, de no satisfacerlas; otras
se quedarán en eso, en filias.
Una emotiva reseña a mi obra Ni piedad ni perdón, que el profesor e
historiador José Manuel Valle Porras publicó en su sección «Una biblioteca en
la Conchinchina», aparecida en número 28 de la revista Saigón, y donde destacó cómo nació mi pasión, mi necesidad por la
lectura, me llevó a recordar que, efectivamente, había recogido en un artículo
aquella historia, y también a reflexionar en derredor del tema de las
aficiones, lo cual concentro ahora a través del tecleado de éste, ofreciéndome
la oportunidad de completar un nuevo artículo, alejado de las inmundicias que
las noticias patrióticas y extrapatrióticas no arrojan incesantemente. Una
noticia (disculpas por reiterarme, o no —las disculpas, no la reiteración—) no
desparece cuando lo hace de los periódicos y de los informativos, lo hace
cuando, por egoísmo o hipocresía, nos olvidamos de ella. De lo contrario, la
trataríamos cuando estimásemos oportuno: no siempre es tarde.
Conque fue durante mi periodo
universitario. Cinco amigos habíamos formado un grupo muy unido, el cual nos
permitía resistir los plomizos rigores de una facultad que nos había
decepcionado enormemente. El ambiente universitario, quiero decir, fue
frustrante. Es posible que hubiéramos forjado nuestra adolescencia, o que yo lo
hubiera hecho, con un ideal romántico universitario, prematuramente
dieciochesco o decimonónico… Sería con Galdós, ya veinteañero, rozando la treintena,
cuando me asentara en el realismo más puro y cruel, en la cruda realidad de la
madurez, en la dura e infecta cara de la humanidad. No ayudaba el cruzarte con
profesores denigrantes para la honorable profesión. Sólo los compañeros y
aquellos integrantes del cuerpo docente de intachable competencia salvaban el
devenir de la época.
Una tarde, no recuerdo si por huelga
(hubo algunas antaño), por festividad entre semana o por acortamiento del
horario (forzoso o voluntario), la pasamos en casa de un amigo de aquel grupo,
precisamente, con objeto de ver una película. Nos acomodamos en mullidos sofás,
ubicados en un salón espacioso, luminoso y decorado con un clasicismo acogedor.
Nuestro amigo tomó la cinta VHS (todavía se estilaba a la sazón) y la introdujo
en el aparato reproductor.
La película era Lock & Stock (Lock, Stock
and Two Smoking Barrels), escrita y dirigida por el inglés Guy Ritchie en
el año 1998. Pese a ser una obra coral, el argumento gira en torno a un grupo
de cuatro amigos, uno de los cuales, Eddie, convence a los restantes para
jugarse sus ahorros en una partida de cartas contra Harry el Hacha, un mafioso que
la amañará. Eddie pierde todo el dinero, y contrae con el Hacha una deuda de
medio millón de libras, a pagar en el incómodo plazo de una semana. Las
verdaderas pretensiones del mafioso, que en parte justifican el ardid, son las
de agenciarse el local del padre de Eddie. Los cuatro amigos, cuales
mosqueteros de Su Majestad, todos a una, se esforzarán por saldar la deuda, si
bien quizá planeen hacerlo de un modo un tanto menos sutil.
A ver, películas había visto antes
de aquella, por supuesto. Unas cuantas. Pero la realización de Ritchie, el
desarrollo del guión, los desbordantes diálogos, el perfil de cada personaje, el
cuidado montaje, la escogida banda sonora, la fotografía amortiguada, los
planos secuencia, la desfachatez en el uso de las cámaras, el empleo de un
particular narrador omnisciente (el doblaje español recurrió a la voz de un
Santiago Segura pre o pos Torrente
—se estrenaron el mismo año—, quien empleó un tono rustical y tartamudo), el
magistral conjunto era algo que no había visto hasta entonces. Me fascinó. Y
supe que no podría parar, brotó la afición, la cinefilia. Humilde afición,
humilde cinéfilo; ni soy ni me considero un experto en cine (jactarme de serlo
frente a los amigos es a título de chanza). Únicamente disfruto viendo
películas, buenas películas, recreándome en ellas, deleitándome muy suavemente
en y con cada uno de sus matices, cual libro soberbio, dulce cremoso, persona
amada.
Aquel día, la noche se ciñó sobre nosotros, entre risas y
comentarios, cobijándonos bajo su cálido y solícito manto aterciopelado. Hoy,
el tiempo y la vida, inmisericordes, me privan del contacto con los cuatro
amigos; aunque permanecerán para siempre la memoria de la nostalgia y el regalo
de la filia.
Lucenadigital.com, 01 de agosto de 2017
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