Si
fuera socialista, que no lo soy, ni maldita la falta… Ni socialista, ni
popular, ni morado, ni naranja, ni nada. Y no por desinterés hacia la política,
la cual, como todo en esta vida, es necesaria, sino por desinterés hacia el elenco
de pésimos actores que han estragado un noble servicio público, transformándolo
en una pantomima diaria de portadas de prensa y sumarios informativos,
empezando por hacer del arte una profesión de sesgo vitalicio y terminando por
esputarnos, con inquina judaizante, el viejo aforismo de que, en esta vida,
igualmente, tiene que haber de todo.
Tecleaba que, si fuera socialista,
en ese simulacro de redención democrática, al que ellos se refirieron con la
expresión elecciones primarias, entre
la socarrona petulancia sevillana y la grosera arrogancia matritense, hubiera
votado a la moderada armonía vizcaína. Desde luego, el carácter epatante no
lucía como destacable virtud en el vizcaíno; sin embargo, mi incorregible
defensa del justo medio aristotélico o, más probablemente, mi debilidad hacia
las causas perdidas (relevante corolario de ser un perdedor) me habrían llevado
a brindar el voto al candidato en cuestión. Candidato, tecleado sea, ofrendado
por la Regencia (o Comisión Gestora) en un patético intento por refrenar la
furia, el rencor y el espíritu vengativo que, progres y demás memeces aparte,
son tan nuestros, tan patrios. Tan idiosincrásicos (decimonónicamente
idiosincrásicos) como el golpe de mano con el cual, propulsados por el agobio,
el miedo, la excitación, la impaciencia y, por supuesto, el resentimiento,
tuvieron a bien derrocar al matritense, a quien la arrogancia no restaba
legitimidad y razón.
Puesto que, resultando obvio lo de
la legitimidad, no le faltaba razón al matritense. Aquel «no es no», que
algunos comenzaron a tildar de berroqueñamente zaragozano, sólo fue el
compendio básico de una realidad contra la que nadie pareció reaccionar, un
efecto ante las indecentes manifestaciones provocadas por quienes hicieron del
arte un latrocinio repugnante. Aquel «no es no» fue un puñetazo en las
conciencias, una responsabilidad civil solidaria que nadie estuvo dispuesto a
asumir. El país, paralizado por un adictivo concurso consistente en comprobar
quién meaba más lejos o quién la tenía más grande (la meada, no), ahora no
recuerdo, había pasado de la expectación a la impaciencia, y la postura del
matritense, unida a una ojeriza de párpados abiertos y largas pestañas,
hicieron el resto, mientras el coruñés dormitaba, muy gallarda y tranquilamente
en su sillón presidencial. El cainismo se impuso, las cabezas rodaron,
salvándose aquéllos que, columbrando el desastre, cambiaron de chaqueta a
tiempo.
Si fuera socialista, hubiera votado
al vizcaíno, pues la pareja candidata excedente había avivado en el proceso un
factor maniqueo inconsciente, tremebundo y desgarrador. Si fuera socialista,
hubiera votado al vizcaíno, primero, porque cualquier necesario cambio, frente
al rutinario arraigo del hábito, exige de un proceso, archienemigo de la
radicalidad; segundo, porque el culpable de la debacle electoral socialista no
fue el matritense. La Historia nos demuestra que, para lo bueno o lo malo, el
cambio es evolución, un proceso medido y generacional, imperceptible a la
cotidianeidad. La ruptura violenta, agresiva, desestabiliza las estructuras,
degenera en caos, un descontrol difícilmente sostenible, e imposible de sofocar
y asentar. Por su parte, los calamitosos desenlaces electorales socialistas son
producto de la pérdida de credibilidad y confianza que sufre la socialdemocracia,
al menos, en Europa. La distinción entre los movimientos socialdemócratas y
democristianos, en los últimos tiempos, se ha convertido en una finísima línea,
la cual tiende a difuminarse por momentos. No hay o apenas hay diferencia entre
unos y otros. Aquella socialdemocracia que tantos logros introdujo, que tanto
sirvió a la construcción europea, ha desaparecido entre la opacidad nebulosa
formada por una vampírica plutocracia, por una sinarquía endiabladamente
tentadora, que ha pervertido su ética, aflojando sus principios, cual nudo de
corbata, y desinflando su coraje, como un niño travieso desinfla las ruedas de
la bicicleta de su compañero de clase.
Las propuestas de la sevillana
suponían la continuidad de esa socialdemocracia etérea, ya invisible al común
de los ciudadanos. Las del matritense pretendían restituir en la
socialdemocracia aquellos preceptos fundacionales, hoy añorados, esquivando la
fagocitación de las nuevas corrientes izquierdistas. Las de la sevillana se
comprometían a la estabilidad y tranquilidad de lo conocido, pese al
sometimiento hacia una oligarquía sinárquica o plutocrática. Las del
matritense, a una quiebra rebelde del sistema, con las secuelas que ello atraería.
Si fuera socialista, hubiera votado al vizcaíno. Aunque
sus propuestas, lógicas y coherentes, se habían formulado con apariencia sosa y
mojigata, cándida con respecto a los extremos marcados por los otros dos:
divertidos, maniqueos, cainitas, españoles. La militancia socialista, aun
conocedora de la entelequia, de la naturaleza utópica del justo medio del
acuerdo entre tendencias partidistas, ha otorgado la victoria a la razón,
humillando a la lógica. Las consecuencias podremos sufrirlas todos.
Lucenadigital.com, 01 de junio de 2017
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