«No éramos tan
partidarios, después de todo», comenta mi amigo Tito. No parece dirigirse a mí,
sino tratarse de una reflexión personal, lanzada en voz alta. «O somos»,
remata. Llevo un tiempo en su casa, ambos en silencio. La lámpara encendida,
sombreando la cristalera, cuya opacidad va cuajando en proceso natural, hasta
que queda interrumpido por el fogonazo del alumbrado público. Hace rato que
opté por dejar de castigar mi vista contemplando su desastrosa figura, a cada
momento, más preocupante. Ese aire abandonado y triste, desesperado o
derrotado, vencido. Pasaban los segundos y su tez se me hacía más macilenta; su
barba, más frondosa; su pelo, más grasiento; su ropa, más arrugada y
descompuesta. Ahí, tirado en ese sillón desvencijado, era un proyecto de
cadáver a la espera de permiso o excusa para la certificación. He tomado un
libro de entre los apilados junto a la silla que ocupo y que, de refilón, me
resultó familiar. Mi ejemplar de Las
salinas del aliento, de mi amigo Manuel Guerrero, con dedicatoria como
carga de dominio, ha caído en su poder por la vía penal, mediante la comisión
de hurto, agravado con nocturnidad y alevosía, pues el empréstito bibliográfico
no está entre mis costumbres. Estoy leyendo aquello de «¿Qué sobrevivirá / tras
esta travesura de tu vida?», cuando suelta el comentario. Alzo la mirada de los
versos. Tito ha mantenido su posición, apático, la suya (la mirada) se hallaba
perdida en un punto indeterminado del salón. Se incorpora un tanto ahora, con
esfuerzo, oxidado por un inmovilismo estatuario. «Desde Cervantes hasta
Pérez-Reverte, asegurábamos que la tendencia del español era la de agruparse en
bandos», se explica. Imagina que la confesión me concede una suerte de derecho
de crédito, que se ve obligado a satisfacer. Sobre eso escribimos, continúa,
con Quevedo, Larra, Galdós, Valle-Inclán… También los Marías, padre e hijo, nos
lo hicieron notar. Y la Historia nos lo dejó documentado antes de ellos. La
pasión española por etiquetar, encasillar al prójimo, al paisano conocido o desconocido,
asignándole la categoría de amigo o enemigo; el estás conmigo o contra mí, tan
clásico, tan penoso. Cualquier español que se precie ha de ser de izquierdas o
de derechas, rojo o azul, blanco o negro, del Madrid o del Barça… Ha de
situarse en un partido, en un bando, o fenecer. Y comulgar íntegramente con los
preceptos del partido; y palmear, cual fanático neófito sin criterio propio, o
la proscripción. Porque, en España, el tener la desgracia de ser independiente,
trastornado por el libre pensamiento, es infortunio que se paga con el
desprecio y el desamparo. Está mal visto, a fin de cuentas. Esa cerrazón
berroqueña que condiciona el partidismo, hermana de la intolerancia e inductora
de la envidia, es causa de ese desacuerdo tan patrio. «O lo era», matiza. Dado
que hay algo para lo que no existen bandos ni etiquetas. Una hermandad en la
que un español, con independencia de su credo u orientación ideológica, es
siempre bienvenido. «La corrupción y la defraudación —asevera Tito— es un
estado en el cual el español se siente a gusto, como en cama mullidita y
acolchada, acomodada para la siesta». Y ahí nos topamos con políticos,
deportistas, cantantes, escritores, banqueros, sindicalistas, actores,
directores, productores, representantes de asociaciones. Aceptando sobornos (o
reclamándolos), desviando fondos, saqueando la caja pública, creando empresas
en paraísos fiscales. Sin supeditar ser progresista o conservador, rojo o azul;
ni de la ceja o del mire usted; ni interpretar al santo Ferrer o al diablo
Huma. En comunión. Una armonía concebida para arramplar con el parné y para que
los impuestos los paguen otros, mientras condenan la avaricia, la
insolidaridad, la inmoralidad; escupiendo desfachatez e hipocresía; cinismo que
no sabe de esos bandos, pancartas o etiquetas. Un quién es quién confuso, donde
hombres, mujeres, rubias, morenas, barbudos, bigotudos, jóvenes, mayores,
delgados, obesos son la misma persona: un español descarado… Tito comienza a
pasar la yema de los dedos sobre el lomo del libro que descansa a su lado, en
la mesa, y cuyo título aún no alcanzo a distinguir. Lo hace como si en él se
encontrara la respuesta, o como si pudiera transferírsela por el contacto con
su piel. De repente, como impulsado por un resorte, por una energía imprevista,
se pone en pie y se acerca a la ventana. Echa una última ojeada a la calle,
pensativo; al poco, corre las cortinas, protegiendo nuestra intimidad de
posibles ojos vecinales indiscretos. Por mi parte, me levanto igualmente, con el
libro de Guerrero en la mano, recuperada su posesión, dispuesto a marcharme.
«Hablas —señalo— como si te importara una mierda». Tito se vuelve hacia mí y me
dedica una sonrisa escorada, habitual. Se encoje de hombros, burlón: «Sólo digo
que a la obra de Miguel de Cervantes le precedió la vida de Lázaro de Tormes».
Surdecordoba.com, 1 de junio de 2016
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