Como
soy un negado para la lírica —carezco de la sensibilidad precisa para abordar
con destreza honrosa el paradigma del verso, el metro y la rima, en asonante o
consonante—, las palabras consagradas a Las
salinas del aliento, última obra de Manuel Guerrero, que usted, lector
generoso, se dispone a leer, no las tecleo porque Guerrero sea mi amigo desde
hace más de veinte años. Tampoco porque se trate de uno de los mejores poetas vivos del panorama literario,
único al que sigo con puntual actualidad. Y mucho menos porque me haga el honor
de prologar o introducir mi nuevo libro, que probablemente saldrá en primavera…
No. Nada de esto. Estas palabras las tecleo por ella. Por aquella persona a
quien el autor dedica su obra. A su fuente de inspiración y destino de cada
composición. Estas palabras las tecleo por su hija. Por Malena, que con apenas
un año, otorgando dignidad a su nombre, ya ha vivido más que la mayoría de
nosotros juntos… Vaya, así, por ella.
Dividida en cuatro partes, Las salinas del aliento es concebida
cuando «Ecografía. / Corazón delator. / La nueva vida»; esto es, cuando la
conciencia de la paternidad es fecundada en la mente, el corazón y el alma del
poeta. Entonces, como la luz de una estrella incandescente, con ese corazón subyugado
a un amor en potencia, las palabras irradian todo el espectro creativo de un
padre para quien el proyecto de serlo resulta una mera cuestión temporal,
salvada por la creencia en una esperanza posible.
En «Pena de bandoneón», Guerrero
versifica los primeros acordes de la gestación, imperito frente a unas
sensaciones inefables que revierte a su favor —«El dolor es un arma. / El miedo
planifica rupturas»—. Sabedor de una lección intimidatoria para cualquier padre
capaz de apreciar que «Desde que existes temo que te duela / la herida de la
vida»; capaz de apreciar la dureza del vivir, la dificultad de una germinación
benévola con los caprichos del azar, de un día a día plagado de enigmas y
enemigos. Perenne angustia. Aprehensión que el padre, como ha de ser, resiste
con el poder que «Es el aliento del mal de la esperanza». Y no cejará en su
empeño lírico, pues «donde mi sangre enreda / la tuya con la vida tejida de
esperanza. / Llevaré los poemas / que te dedicaré desde el alma hasta ti, /
porque todos los temas / sobreviven por ti y duelen porque sí»; pues, aun
dificultades y azares, «No me importa el color con el que mirarás, / porque sé
que cabrán en él un par / de todas las naciones de la tierra». Superados por el
amor de un padre a su hija: «¿Qué sobrevivirá / […] Nosotros».
«Desangelado el cielo» profundiza en
ese binomio temor/amor, lógica preocupación paterna, o, como poetiza el autor, «Muy
poco a poco / me va matando / preocuparme / por un futuro»; ordenando
prioridades —«Hoy no trabajo, / porque no tengo amor / en mis servicios mínimos»—
y sirviéndose del valioso apoyo de la mujer en la cual «Al final, entre tu
vientre de trigo / me tumbaré a contar tus latidos / y a contemplar la danza de
tu pecho / que me alivian la espera de que expiren mis días». Pero además, aceptada
la irresponsabilidad divina —«Pues Dios no es frío, / ni olvidadizo, / ni
indiferente / con lo que Él ha creado. / Simplemente no se hace responsable /
de lo que hagamos / con el fruto del árbol / del bien, del mal»—, comienza a rememorar
su propia niñez —«Los himnos del pasado se conjuran / en el crujiente otoño de
las hojas. / Gozo soñado es gozo y también sombra, / el sueño de una mueca del
pasado»—, recopilando aquellas experiencias útiles para la educación de su
hija: «A muchos les costó crecer de golpe / y entender lo que atrás hubo
quedado… / El corazón también se nos rompió, / como a Julian Ross, cuando /
dejamos de ser niños en un patio». Ofreciendo el cardinal refugio de los
libros: «pero bastan las noches nada tristes / en las que es un lector».
La simpleza de asumir su nuevo rol
en el mundo, de pasar de ser Manuel Guerrero a convertirse en «el papá de
Malena», satisface «Venid y lo veréis». Y, en «La sal del recuerdo», cuarta
parte del poemario, con el dichoso regalo del nacimiento —«Tan poca vida tienes»—,
con la seguridad de que «Sé que no hube vivido antes de tu llegada / […] Puedo
creer en vano / que haya nacido sólo / y sólo para ti / y para conocerte»,
condensa los momentos iniciales de ese sentimiento paternal estrenado,
aferrándose siempre a que «Todo esto es esperanza». Descubriendo que, con su
mujer y su hija, al fin, el poeta ha quedado íntegramente completo como
persona: «¡Cuántos abren los ojos / […] que a mí me los abrieron / los tuyos, /
como quien se despierta tras el alba»; «Es que esta, la que se oye, no es mi
voz. / […] Desde hace poco sé que solamente / aparece si digo / tu nombre».
Porque, poeta o no, la persona se completa cuando se une
a la pareja ideal, y logra la integridad cuando es abrazada por la paternidad.
A partir de ahí, no hay nada. La familia lo es todo. El temor. El amor. La
alegría. La angustia. La esperanza. La sal y el aliento de la vida.
Lucenadigital.com, 1 de diciembre de 2015
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