En julio se ha conmemorado el cuadragésimo
quinto aniversario del fallecimiento de un hombre justo. Sebastián de Romero
Radigales murió en 1970 en Madrid, a los ochenta y seis años, y fue un
diplomático español cuya labor le valió el título póstumo de Justo entre las
Naciones, concedido en 2014. Distinción otorgada a aquellas personas que, no
siendo de ascendencia o confesión judía, ayudaron a los judíos durante el
Holocausto.
De
Romero Radigales, oscense de familia conservadora, se desvió de la tradición
política de su padre y su hermano para adentrarse en la carrera diplomática.
Fue designado cónsul en Bulgaria, pasando después a Moldavia, San Francisco y
Chicago. Partidario del general Franco, durante la Guerra Civil, fue nombrado
agente del gobierno franquista en Atenas, progresando en abril de 1943 hasta el
cargo de cónsul general de España en esa misma ciudad.
Grecia
había sido ocupada por los nazis en 1941, y, con la llegada del nuevo cónsul,
las deportaciones de judíos hacia los campos de concentración, principalmente
Auschwitz, tenían su recorrido. Contrario a la política antijudía alemana,
desde su primer día como cónsul, De Romero centralizó sus esfuerzos en salvar
de la condena a los judíos sefarditas, a los judíos oriundos de España o
descendientes de españoles. Porque, por encima de culturas, credos e
ideologías, estaba la tolerancia, y el profundo respeto hacia la humanidad.
Porque un patriota que se preciase podría envidiar, calumniar, odiar, denunciar
y hasta apalear a su vecino, siendo español, pero, fuera de los términos
territoriales, ese vecino era un compatriota, cuya seguridad y bienestar
habrían de garantizarse, como una cuestión primordial, por decencia y honor,
por principios. Y aquellos judíos eran griegos, aunque también españoles, por
derecho, y quizá de hecho. Por papeles o por sangre. O por ambos. Y aquellos
judíos, sobre todo, eran seres humanos. Por ello, frente a la desidia,
despreocupación, apatía y abandono del gobierno español, De Romero Radigales
luchó por ayudar a aquellas personas en una particular cruzada contra la
ignominia, la degeneración y la infamia.
Ya
que el problema era evidente. Los alemanes, por motivos prácticos, decidieron
excluir a los judíos nacionales de países aliados y amigos, siempre que
regresasen a sus tierras de origen. Así, mientras estados como Italia aceptaron
a los suyos (la Italia fascista rehusaba participar en el plan genocida nazi),
en España, los sefarditas se toparon con la reticencia de Franco, a quien
preocupaba la desestabilidad de un retorno masivo de españoles judíos, con lo
cual carecían de la suerte de otros. Cierto que el gobierno de Franco había
firmado acuerdos de colaboración con asociaciones para permitir la estancia
temporal de judíos en tanto organizaban su ubicación en un país de acogida; sin
embargo, tales permisos eran por cupos, para grupos reducidos, dispensándose a
uno tras concluirse la gestión del anterior. Asumir la condición alemana le
suponía al franquismo un grado de descontrol que no estaba dispuesto a
soportar. De ahí los inconvenientes con los que tuvo que lidiar el cónsul
general De Romero Radigales, fuera por la pasividad del embajador de España en Berlín,
Ginés Vidal, y del Ministro de Exteriores, Francisco Gómez-Jordana, quien le
invitó a mantener la misma actitud; fuera por la oposición del embajador alemán
en Atenas.
Salónica
era el foco del judaísmo sefardí, por la importante presencia de judíos
descendientes de los expulsados en 1492, en su mayoría procedentes del Reino de
Aragón. En aquella ciudad, casi la mitad de sus habitantes eran judíos y su
lengua común, el judeo-español. Con la ocupación de Salónica en abril de 1941,
se inició la represión. Entre marzo y junio de 1943, unos cuarenta y ocho mil
judíos fueron deportados a Auschwitz para ser exterminados. Al ser nombrado
cónsul general, De Romero Radigales pudo trasladar a ciento cincuenta
sefarditas de Salónica a Atenas cuando estaban a punto de subir a uno de los
famosos trenes; al poco, consiguió refugiarlos en la Palestina administrada por
los británicos. Protegió en Atenas a más de doscientos y desplazó a más de
trescientos del campo de Auschwitz al de Bergen-Belsen, para obtener su
liberación y conducirlos a España vía Cerbère, contando con un consentimiento
conferido por el franquismo para acallar las críticas internacionales. Además, el
cónsul preservó y custodió el patrimonio de los sefarditas a través de la
legación, devolviéndose, al terminar la guerra, a sus propietarios o
familiares.
Luego,
con el Tercer Reich derrotado, el régimen pretendió ganar prestigio
atribuyéndose el mérito del amparo a los judíos, obra de Sebastián de Romero y
un puñado de diplomáticos honrados más.
En
una ocasión, declaró la nieta de Sebastián de Romero Radigales que su abuelo,
hombre introvertido y taciturno, nunca hablaba de su proeza. Al fin y al cabo,
añado yo, como español y ser humano, se limitó a cumplir con su deber.
Lucenadigital.com, 2 de agosto de 2015
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