La tarde invita a ello. La primavera se
muestra en todo su esplendor, con un radiante sol que se abre paso por entre
las hojas de los árboles del paseo, balanceadas con benevolencia por una suave
brisa que templa la temprana canícula. Bajo su sombra, calada por los puntos de
luz, la tarde se torna amena, acompasada por el pulular de los conciudadanos y
la actividad de la chiquillería en la extensión del entorno.
Aquí,
en el Paseo del Coso, en esta tarde primaveral, aguardo paciente la llegada de
mi amigo Tito, quien, fiel a sus costumbres, se retrasa. Suele ser el suyo un
retraso traidor y bellaco, de largos minutos y largas esperas, natural no en
enemigos —que éstos siempre acuden puntuales, dispuestos a joder en mala hora—,
sino en amigos abusadores de una confianza macabra, casi indigna. Un retraso
que hay que sobrellevar engañando al tiempo con sibilina dedicación.
En
éstas, dos abuelos se aproximan con caminar lozano, pese a lo avanzado de la
edad. Visten con tonos claros: pantalón de hilo con raya al centro de la
pernera y camisa de algodón. En uno de ellos, ajustado el tejido a un cuerpo
abandonado a los años, se percibe una camiseta de tirantes. El otro se acompaña
de un bastón de roble barnizado que emplea con indiferencia. Los visajes
curtidos, surcados de arrugas como afluentes exiguos, se amoldan a unas manos
fortalecidas por decenios de trabajo y esfuerzo. Ocupan un banco cercano a mi
posición. Se sientan con cuidado, descansando las articulaciones, dispuestos a
echar el rato.
Sin
poder evitarlo, debido a la vecindad, tomo la conversación en un punto
intrascendente: achaques, enfermedades, revisiones médicas, fútbol… De vez en
cuando, siguen con la mirada a señoras de buen ver que se cruzan por delante,
concentrados en el contoneo de las caderas. También a señoritas en edad de
merecer, las cuales empiezan a anunciar la venida del estío con ropa ligera y
blusas de generoso escote, camisetas ceñidas y frescas, cómodas para resistir
la estación. Algunas usan vaqueros y zapatillas planas, camisetas sueltas, como
gastadas, a la moda. Los dos abuelos contemplan a estas últimas con resignada
consternación. «Es que ya no saben ni andar», se lamenta el abuelo del bastón.
Asiente su compadre: «Hay mujeres que ya no parecen mujeres… La igualdad…». No
hay tono de reproche en sus palabras, tan sólo la doblegada constatación de que
esa lucha por igualar sus derechos con los de los hombres, a la que se han
visto empujadas las mujeres, ha supuesto el sacrificio de cierta feminidad.
Continúan
a lo suyo, entonces, los dos abuelos, y al poco pasa un grupo de jóvenes
vestidos de negro, con botas militares y el pelo hirsuto, descuidado, que
coincide con otro que transita en sentido contrario, cuyos integrantes, en
lugar de charlar entre ellos, se hunden en las pantallas de los móviles,
manipulándolos con la destreza de unos dedos todavía ágiles. Interrumpen la
conversación mis protagonistas; chasquea la lengua el de la camiseta, niega el
del bastón: «De ellos dependerá el país… Y como está…». «Son otros tiempos
—concreta el de la camiseta—. Puede que mejores». «Puede». «Con lo que hemos pasado
nosotros, ¿no?». «Sí». Habla poco ahora el del bastón, con un punto melancólico
en su voz. Pierde la mirada en la contera, que golpea de manera repetitiva
contra el suelo. Está sumido en una reflexión que lo ha envejecido un tanto
más, encorvándolo al ritmo del bastonear. Su compadre lo observa de soslayo,
con la discreción de quien conoce la causa de la pesadumbre. «¿Y la niña?»,
pregunta retrepado en el banco, sin ánimo de importunar demasiado, la vista
distraída en una paloma que se ha posado a unos metros en busca de alimento. «Lo
mismo —responde el aludido, conservando la postura y el gesto cadencioso del
bastón—. Con nosotros en casa… Y el marido y el nieto». «En su casa está»,
replica el de la camiseta, remarcando el posesivo. Se encoje de hombros el
abuelo del bastón, prolongando la actitud: «Después de trabajar como un negro,
no pensaba que moriría con esto encima… Con esta pena… Si la cosa sigue así, no
les va a quedar ni pensión. De qué van vivir como su madre y yo faltemos». El de
la camiseta amaga con colocarle una mano sobre el hombro, a modo de consuelo,
pero desiste, y la deja sobre su propia rodilla, concediendo a su camarada la
mera compañía.
La
escena me hace sentir incómodo. No era mi intención ser testigo de tan dura
confesión en un hombre con derecho a disfrutar tranquilo de sus días, ni mucho
menos lo pretendía. Al instante, me alejo, dispensando a los dos abuelos la
intimidad que necesitan.
Lucenadigital.com, 1 de julio de 2015
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