España es por lo general un país
desagradecido. Cuando la incultura es un mal endémico, condenar el genio al
ostracismo es tendencia programática. No en vano, fue un español, y
refiriéndose a España, quien escribió: «El genio ha menester del laurel para
coronarse; y ¿dónde ha quedado entre nosotros un vástago de laurel para coronar
una frente? El genio ha menester del eco, y no se produce eco entre las tumbas».
Palabras recogidas en «Horas de invierno», artículo publicado en El Español, allá por el año 1836.
Palabras de don Mariano José de Larra que cuentan con más de ciento setenta y
cinco años y resumen, con la gracilidad de tan ilustre pluma, el condenado y
condenable carácter español, jactancioso de su oscurantismo y camarada de la
envidia. Esta desconsideración hacia el intelecto, y sus derivados, provoca que
grandes maestros en toda clase de artes y ciencias mueran pobres y
desahuciados, desgraciados anónimos, relegados, aplastados por el silencio y
enterrados en una tumba hipotecada, rodeados por la soledad y el abandono.
El
reconocimiento, o mejor tecleado, la falta del mismo, es la enfermedad que
Larra supo describir con elevado espíritu crítico, amparado por una justa
sátira, necesaria frente a tanta estupidez y ruindad. El genio ha menester del
laurel y del eco. El genio precisa cierto grado de reconocimiento, una suerte
de gratitud pública hacia la calidad y grandeza de su obra, lo suficientemente
destacable como para legitimar el término y lo suficientemente contenida como
para evitar alimentar la arrogancia o la soberbia, pues la naturaleza del
genio, pese a, es humana no divina; con un apoyo que le conceda la
supervivencia, que su genio le permita vivir con dignidad. Pero no hay, ni ha
habido, vástagos de laurel en este país llamado España, ni preocupación por
procurarlos; siquiera esa primera semilla, la cual, en fértil tierra,
germinaría con sobrado suministro. Sin laurel no se puede coronar la frente del
genio, no se estima el reconocimiento. Y no. No se produce el eco entre las tumbas.
Porque, una vez muerto, qué cojones le importa al genio el reconocimiento. Las
estatuas y los títulos póstumos se los pueden ir metiendo por dónde mejor le
cupiera o cupiese a cada uno de los reconocedores. También las referencias en
los libros de texto, si es que pasan de un curso, o no se tergiversan con la ya
apuntada vileza de la incultura. Bien que se duplique o triplique el valor de
su obra —contención para los afligidos herederos—, siempre que haya generado
algún valor antes: hasta en tiempos de Pitágoras, el múltiplo de cero era cero.
No aludo a una mierda de obra —una mierda al cubo sigue siendo una mierda; algo
más grande, eso sí—, aludo a una obra representativa de ese genio.
La
virtud de la ignorancia puede ser el anhelo de aquél que prefiere la felicidad
a la lucidez, que nunca pretendieron ser compatibles en nuestra nación.
Ineluctable en la época de Larra; ineluctable antes y después. Ahora, con
tantos medios a nuestro alcance, con tamaña facilidad para obtenerlos, quien es
inculto es porque quiere serlo; resultando holgadamente identificable, antaño y
hogaño; además, tal y como escribiera Pérez Galdós (otro genio a quien se le
negó el Nobel por culpa de España): «¡Y cómo se conoce la rusticidad de los que
atienden más a los dichos y simplezas del vulgo que a la palabra impresa de los
hombres doctos!». (Atención a lo de doctos, ya que imprimir memeces, se
imprimen). De ahí que hoy carezca de sentido no reconocer al genio, no
coronarlo de laurel, como ocurre de hecho. Si la ignorancia es virtud elegida,
no forzosa, no se entiende una envidia que conlleve al desprecio hacia quien
goza de los dones del genio. Como tampoco la excusa del desconocimiento sirve a
la causa de sofocar la difusión que precisa el genio.
Véase
al pobre Cervantes. Literalmente, pobre. Murió en la miseria, sin poder gastar
lápida propia. Cuatrocientos años más tarde se remueven decenas de huesos de
sus tumbas en un festivo intento por hallar los del creador de don Quijote.
Entonces, tras ardua investigación científica, los profesionales encargados,
con comedida prudencia —la propia de cualquier profesional sabedor de su oficio—,
concluyen que han encontrado unos que podrían ser los de don Miguel, sin poder
asegurarlo (pesan las evidencias históricas y arqueológicas sobre las
científicas)… Ah, no importa la duda. Nos lanzamos a degüello. No con la
intención de rendirle funerales de estado —loores que no tuvo en su momento— o
convertir la zona en centro neurálgico de la cultura, sino con los colmillos
babeantes, imaginando las tajadas que vamos a arrancarles a los turistas.
surdecordoba.com, 3 de mayo de 2015
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