En
la primavera de 1975, Guy Hamilton y su brigada se hallaban enfrascados en la
preproducción de La espía que me amó cuando las infinitas deudas de
Harry Saltzman, garantizadas con las acciones de la productora, lo
estrangularon hasta declararse en quiebra. Sólo unas arduas negociaciones
permitieron desbloquear las acciones y reactivar la producción, con la
consecuente defenestración de Saltzman y la concentración de las facultades en
la única persona de Albert R. Broccoli. A tan delicada situación no ayudó un
problema más: el guión, o su ausencia. El acuerdo con el difunto Ian Fleming
excluía la adaptación cinematográfica de la novela homónima. Broccoli debía partir
del cero absoluto. Anthony Burgess (autor de La naranja mecánica), quien
había expresado al productor que le rondaba una idea, envió su propuesta. Se
habló, además, con John Landis. Sin embargo, el retraso generalizado en la
producción provocó la desvinculación del director y los guionistas que
trabajaban en ella.