«Hablemos
de política», me suelta, directo, como alevoso, entrando en casa sin saludar
siquiera, deslizándose por el hueco que ha quedado al abrir entre el marco de
la puerta y yo. Llevábamos tiempo sin vernos, y había pensado en él durante los
últimos días. Es domingo por la mañana, temprano, para un domingo; aunque la
arquetípica estructura horaria universal nunca ha sido precepto cuyo rigor nos
haya afectado en demasía. La luz de levante acaba de barrer de opacidad los
rincones de la casa y un aire fresco circula de una sala a otra, comunicado a
través de las ventanas. Se adentra, entonces, mi amigo Tito, como amparado por
una patente de corso, apoderándose de mi sillón como un viejo lobo de mar se
apodera del timón del barco enemigo. No muestra el mejor de los aspectos. La cara
brillante, algo grasienta o mal lavada; prominentes las ojeras, de una noche
inquieta e insomne; la barba abandonada a su suerte desde hace varios días y el
pelo encrespado, en el que las canas comienzan a enseñorearse sin disimulo.
Viste una camisa arrugada, arremangada por encima de los codos, que desluce por
fuera de un pantalón cómodo, de ordinario, cuyos bajos descansan sobre el
empeine de unas zapatillas deportivas que eché en falta hace unos meses… el
hijoputa.