Que el Servicio Secreto Británico alcanzó, durante los estadios álgidos de la Guerra Fría, estratosféricas cotas en lo que popularmente se ha dado en llamar I+D+I, a la vanguardia de potencias como Estados Unidos o la Unión Soviética, lo prueba ese espectacular traje de buzo, capaz de mantener incólume, como la divina concepción de María, el esmoquin de James Bond, pajarita horizontal y clavel rojo resguardado en el bolsillo derecho de la alba chaqueta, masa y detonadores explosivos, tras una incursión en zona enemiga zambullido en el agua; la raya nivelada de un pelo secado y peinado al contacto con el aire nocturno y unos mocasines irredentos a las adversidades diarias de un agente secreto, que lo mismo valen para un chapuzón, una carrera de cien metros, una patada a la mandíbula o un salto de muro. Traje de buzo, no sería de recibo denostarlo, dotado de un sistema de camuflaje integral, conformado, innovación puntera de los sesenta, por una cresta de gaviota (o pajarraco hídrico por el estilo) que disimula la circulación subacuática del agente. Y es que de sobra es conocido que los pajarracos hídricos chapotean el agua de noche.
La demanda del Agente 007 entre el público cinéfilo era insaciable. Broccoli y Saltzman no hacían remilgos a colmarla. Bastó un año y una degradación en la rigidez del flequillo de Connery para estrenar, en 1964, James Bond contra Goldfinger. A fin de no detener la cadena de montaje, pese a que la preproducción la había adelantado Terence Young, se optó por un habitual del cine británico de banasta como el director Guy Hamilton, confiando en la continuidad del personaje con el guionista Richard Maibaum, quien contó ahora con el auxilio de Paul Dehn, y de las estructuras narrativa y visual con el editor Peter Hunt y el director de fotografía Ted Moore. La música era patrimonio de John Barry, acordada la novedad de incorporar letra al tema original de los créditos iniciales, a cargo de Leslie Bricusse y Anthony Newley, con la inconfundible voz de Shirley Bassey. En el reparto, repitió Bernard Lee, como M; Lois Maxwell, como Moneypenny; y Desmond Llewelyn, como Q (sigla definitiva que bautizaría la sección, o quizá fuera al revés). Entre la lista de bellezas, tendrían su protagonismo la deslumbrante Shirley Eaton, la resplandeciente Tania Mallet y la arrebatadora, espléndida e irresistible Honor Blackman, cuyo papel de mujer fuerte y determinante, amén de resquebrajar los cánones de la época, pudo enturbiarse por el juego de palabras del nombre: Pussy Galore.
La trama, que deja en reposo los removidos argumentos de SPECTRA, se introduce con una misión ordinaria de James Bond, atomizada por la acción de ataque, la chica guapa, la emboscada y la sofisticada derrota del mercenario, que nada aporta al desarrollo, sino presentar la activa forma del Agente 007 y subirlo al avión con destino Miami. Entrando en materia, encontramos a Bond enfrascado en el disfrute de los placeres de la vida en un complejo hotelero de Miami Beach (ojito hoy a esa palmadita al culete de la masajista, quien abandona a nuestro héroe toda insatisfecha de atención británica), cuando le contacta Felix Leiter (Cec Linder), para trasladarle el mensaje de M: vigilar al empresario Auric Goldfinger (Gert Fröbe) e informar de su actividad. Pero Bond no puede evitar inmiscuirse en los trapicheos vacacionales de Goldfinger. Al desmantelar su trucada partida de cartas seduciendo a la hermosa cómplice (Jill Masterson —Shirley Eaton— delata la mano del oponente a través de un micrófono cuyo auricular Goldfinger camufla como sonotone), provocará la ira del vigilado, quien derramará su venganza sobre Jill, asesinándola mediante el estrambótico sistema de asfixia cutánea, al bañarla (literalmente) en oro. De vuelta en Londres, a Bond se le detalla la misión. Goldfinger es un renombrado joyero que lleva un tiempo realizando sospechosos movimientos de oro, lo que podría desestabilizar el equilibrio de las reservas internacionales. 007 deberá acercarse al objetivo y descubrir su plan. Para ello, la Sección Q le facilitará un Aston Martin DB5 «con mejoras»: ingenios antibalas, matrículas intercambiables, asiento eyectable del copiloto o geolocalizador. Recobra Bond, entonces, la táctica de ningunear y humillar a Goldfinger en un simpático partido de golf, en el que le presentará a su secuaz Oddjob (Harold Sakata), cuyo sombrero sería la envidia de cualquier carnicero o herrero, y que le permitirá seguirlo hasta una zona industrial donde averigua que traslada el oro convertido en la carrocería de su vehículo; aunque también se topará con Tilly Masterson (Tania Mallet), hermana de Jill, quien persigue a Goldfinger y que morirá víctima de un sombrerazo de Oddjob, cuando ambos son descubiertos. El malísimo Goldfinger reserva a 007 un artificioso y maquiavélico modo de ejecución marca de la casa, del cual Bond sólo puede librarse punzando la curiosidad de su captor con tres palabras: Operación Gran Slam, sintagma cazado al azar mientras acechaba a Goldfinger en un trato con un intermediario chino. Sin embargo, Goldfinger, ante un preocupado invitado asiático, no puede correr el riesgo, así que aturde a Bond y lo secuestra. Que al despertar lo primero que veamos sea el angelical rostro de Pussy Galore (Honor Blackman), sin duda, supone el más dulce de los sueños… La realidad sólo será privilegio del agente secreto británico. Galore resulta ser la jefa de un escuadrón de pilotos femeninas, engranaje imprescindible en los proyectos de Goldfinger. Retenido en su hacienda, precisamente, Bond acabará por enterarse del villanísimo plan: irradiar la reserva de oro depositada en Fort Knox, asalto que revalorizará su reserva privada. Para financiar su pérfido plan, Goldfinger ha estafado a varias familias delincuentes o mafiosas, con la añagaza de que su propósito es robar los lingotes y repartir los beneficios. 007 logra convencer a Galore, atrayéndola a su causa (y a otras partes) y liquida las malévolas aspiraciones de Goldfinger, junto con Oddjob (en una chispeante escena) y el propio Auric Goldfinger, durante un enfrentamiento aéreo que baquetea las leyes de la física. James Bond, por descontado, cerrará el metraje al calor romántico desprendido por Pussy Galore.
En el catálogo de mis favoritas del periodo Connery, y de la saga, en general, James Bond contra Goldfinger implica un apabullante despliegue fotográfico, afanoso de color, que incorpora o consolida los que podrían considerarse los últimos elementos del fenómeno 007, como son los artilugios efectistas más repulidos, rutilantes de una admiración empedrada de deseo, y los malísimos de cartel más retorcidos, tratantes de una moralidad forjada de oropel. Lástima de esa secuencia postrimera, esa lucha entre Bond y Goldfinger en el avión pilotado por Galore. Cuando Desde Rusia con amor había esmerilado la pelea en el camarote del tren hasta exhalar una lustrosa corrección, aquí se me antoja una figuración chapucera, descoordinada y desproporcionada, que culmina en un sinsentido espeluznante, digno de opereta popular. De cualquier manera, incrementado en un cincuenta por ciento su presupuesto, la respuesta de los espectadores fue un éxito frenético, una recaudación global que superó el porcentaje presupuestario incrementado; sobrepasados, después, por la siguiente entrega.
Lucenadigital.com, 31 de marzo de 2024
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