En más de una ocasión he tecleado que el siglo en curso nos ofrece una de las grandiosas ofertas televisivas de su historia. La pequeña pantalla, en rivalidad constante con la producción cinematográfica, ha jugado en la balanza de las audiencias, ganando o perdiendo el pulso, en función de la época. Pero este enfrentamiento, sano o insano, si de algo ha servido, en pro de los espectadores, ha sido para obligar a los responsables de las productoras televisivas a mantener su atención en la innovación, a arriesgar con las obras y a invertir ingentes cantidades de dinero en la realización del producto, para garantizar no sólo su calidad, sino su real competencia con los filmes cinematográficos. Luego, la proliferación de las cadenas televisivas privadas, la irrupción de las distribuidoras digitales de contenidos multimedia, la pandemia y la comodidad del hogar se han encargado del resto.
En este prolijo catálogo televisivo, Apple TV+, con la encomienda de su distribución internacional, ha traído a España, en este año que concluye, la mejor miniserie de 2023 y, dentro del parcial y subjetivo gusto de quien suscribe, la mejor miniserie desde que HBO emitiera Chernobyl (2019); lo que implica que hemos podido disfrutar de una de las mejores miniseries del XXI.
Las gotas de Dios es una coproducción franco-japonesa de ocho capítulos, que cuenta con participación británica y estadounidense, adaptación del manga homónimo creado en 2004 por Tadashi Agi (pseudónimo de los hermanos Yuko y Shin Kibayashi) y Shu Okimoto. No es la primera vez que se adapta este manga. Con escaso éxito, en 2009 (en mitad de la publicación de la obra original, pues parece que se alargó hasta 2014), ya se emitió una producción exclusivamente japonesa de nueve episodios, sin apenas transcendencia en el panorama internacional; al menos, no la transcendencia que el manga se había ganado por entonces.
La coproducción de 2023 que motiva estas líneas ha sido creada para la pequeña pantalla por Quoc Dang Tran, un profesional del medio a quien todavía no se le había dado la oportunidad de encabezar ninguna producción y que, como guionista principal, ha contado con la acreditación en la escritura de Clémence Madeleine-Perdrillat y Alice Vial. Trío que ha insuflado a la historia las dosis más acertadas de drama e intriga, de conflicto familiar y amistad desinteresada, de traición y egoísmo, de amor en distintas formas, de un desarrollo narrativo consolidado y atrayente, adictivo, intenso y visceral, de una miscelánea de personajes bocetados al milímetro en sus particulares matices; de una obra completa y genial que emplea con rotundo acierto la práctica de la analepsis. La dirección de los capítulos ha correspondido íntegramente a Oded Ruskin, realizador de origen israelí, vinculado también al mundo televisivo, quien ha sabido trasladar en imágenes toda la fuerza narrativa del guión adaptado y dirigir a la perfección al elenco de actores para reflejar los variadísimos perfiles de cada personaje y expresar el oscilante panorama de emociones y sentimientos, por momentos sutiles y flemáticos, por momentos, físicos y explosivos. En este apartado técnico, destaca, sin duda, la dirección fotográfica de Rotem Yaron, compatriota de Ruskin y, al igual que el resto del equipo cardinal citado, con escaso bagaje productivo; nada relevante, a pesar de lo cual, con la elegancia y delicadeza de un aventajado sommelier, ha propuesto al espectador una magnífica paleta de colores, en perfecta armonía y consonancia con los espacios y el desarrollo narrativo de la obra, sacándole toda la fuerza a la luz natural y matizando lo necesario la luz artificial a fin de potenciar los colores primarios, a los que recurre con asiduidad, y las mezclas básicas que contrastan con los fondos hiperrealistas y los escenarios auténticos.
El equipo artístico se presenta con el coprotagonismo de la francesa Fleur Geffrier, interpretando a Camille Léger, y del japonés Tomohisa Yamashita, en el papel de Issei Tomine, quienes se ajustan con verdadero detalle las máscaras de sus personajes, cincelando un realismo voraz y un inusitado espejismo de caracteres, un en apariencia, sólo en apariencia, insustancial, vano y frívolo yo y su opuesto. La espontaneidad, desesperación y pura emoción intestina, acotada por el rencor y el recuerdo cercenado, de Camille se enfrentan al estoicismo, seguridad, superioridad y frialdad, acerada por el compromiso, el dominio y la desestructuración familiares, de Issei, en una implosión que regenerará la biografía de los personajes y rebozará sus espíritus con la paz que, en lo profundo del ser, siempre ansiaban.
En su versión de miniserie de 2023, Las gotas de Dios narra la historia de la joven francesa Camille Léger, hija del prestigioso enólogo Alexandre Léger (Stanley Weber), con quien perdió la relación y el contacto siendo niña, tras separarla de él su madre, consecuencia de un accidente. Se descubre pronto que su padre la educaba con excesiva rigidez en el arte de la enología, que arrastra ciertos problemas de sociabilidad y que sufre un extraño mal que le provoca una impactante reacción cada vez que prueba el alcohol. Un día recibe la llamada de su padre desde Tokio, ciudad donde residía desde hacía años, para que viaje con urgencia hasta allí. Al aterrizar, la recibe Luca Inglese (Diego Ribon), amigo de su padre, quien le comunica su fallecimiento durante el trayecto de Camille en avión. La posterior lectura del testamento revela la presencia del joven japonés Issei Tomine, único heredero de una prestigiosa familia del país, aventajado discípulo de Léger. Con retorcido y macabro capricho, Alexandre Léger, padre y maestro, dejará su herencia, integrada por la mayor colección de vinos del mundo, a aquél de los dos que logre superar tres pruebas relacionadas con el peculiar universo de la enología. Mientras el extravagante y antojadizo juego se sucede, las vidas de Camille e Issei se construyen en paralelo. Ella, con la inestimable ayuda de viejos amigos de la familia, tratará de recobrar las habilidades perdidas u ocultas en cajones arrinconados y atorados de la memoria, al tiempo que se verá en la necesidad de superar su repulsión al alcohol. Él iniciará un viaje personal de redescubrimiento, buscando reconducir y enderezar o asentar su vida, lo que le permitirá desenterrar los cuarteados legajos en los que se halla la historia familiar y la razón de su existencia. Hija y discípulo, toldados por el desgarro de la decepción, no desearán sino estar a la altura de la misión como modo de superar sus miedos y complejos. A la postre, Alexandre Léger se manifestará, en cambio, como un ser consumido por el ego y la vanidad, por su propia leyenda y la altivez de la fama, aunque con un suspiro de anhelante redención; un ser alegorizado por la misma enfermedad que terminó consumiéndolo. Visión que llevará a los jóvenes a decidir cuáles serán sus respectivos destinos.
Por lo atrevido de la originalidad, por la mezcolanza de los géneros, por la contundencia de los personajes, por la solidez de la narrativa, por lo cuidado de la realización, por la belleza de la obra, no puedo apurar el año sin recomendar Las gotas de Dios.
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