sábado, 16 de noviembre de 2024

"Babylon"

  Que ese portento cinematográfico de Damien Chazelle titulado La La Land (2016) no ganara el Óscar a Mejor Película, supuso mi ruptura definitiva, crónica de una muerte anunciada, con la Academia hollywoodense y el valor de su criterio. Ruptura extensiva, por lo desproporcionado de su posicionamiento, a otros premios en el ámbito del arte. Cierto que la gala estadounidense nos tatuó en el recuerdo el error del pobre Warren Beatty; en cambio, quién recuerda Moonlight (Barry Jenkins, 2016), galardonada con el premio, o manifiesta algún interés en su visionado siete años después de su estreno. En su larga historia, no fue la primera vez, ni será la última, que la Academia desconcierte tanto con su elección. La cuestión es que, de un tiempo atrás, viene siendo demasiado evidente el bochornoso o vergonzoso reparto de votos entre las producciones candidatas, las atribuciones caprichosas, acariciadas por una suerte de desmedida corrección política o una infame moda de turno.

El caso es que, tras repetir con La La Land, he vuelto a disfrutar con esa otra joya fílmica de Chazelle que es Babylon (2022), en la cual el director continúa rodeándose de su equipo de confianza, con Justin Hurwitz, a cargo de la música, Linus Sandgren, de la fotografía, y Mandy Moore, de la coreografía.

Recupera Chazelle, con Babylon, el homenaje a la cultura cinematográfica, rememorando aquel periodo de transformación radical acaecido durante las postrimerías de los felices años veinte: el paso del cine mudo al sonoro, y que atrajo no sólo un nuevo modo de deleitarse con la experiencia cinematográfica para el espectador, sino un nuevo modo de entender el trabajo de los profesionales, obligados a adaptarse a la realidad de un sistema que llegó para erradicar todo vestigio anterior, y de comportarse en la vida pública. De ahí que las bacanales recargadas por el barroquismo de la inmoralidad y el libertinaje, siempre amigas de la naturalidad y la notoriedad, de los primeros minutos de metraje, transmuten, de cara a abordar el epílogo, en los más oscuros y depravados comportamientos humanos, pergeñados por la más degenerada corrupción suburbial y ejecutados en los nefastos rincones del inframundo. De ahí que aquellos actores que brillaron mientras los filmes aparecían como un cúmulo de gestualidades, ademanes y equilibrismos exacerbados rayanos a la improvisación, se sintieran caricaturizados, al ceder parte de la articulación del cuerpo a favor de la vocalización de la narración, hasta ser derrotados por el inclemente golpe de la verdad, por la depresión de entenderse desfasados, arrollados por una técnica intransigente con sus capacidades. De ahí que el espectador ordinario, marginado de las delicadezas teatrales, eliminado de su intelecto las comedias populares, acostumbrado a consumir un minimalismo del arte ficcional retranqueado por el ambiente orquestal, se maravillara por la paradoja de la imagen en movimiento dotada de voz, prodigio mágico, taumaturgia divina, facultad de ascendencia quimérica.

Homenajea, además, Chazelle, con Babylon, una obra maestra de la historia del cine como es Cantando bajo la lluvia (Stanley Donen y Gene Kelly, 1952), y salpica, así, todo el metraje de referencias a la película clásica. No se trata de una revisión o, directamente, de un plagio, a la manera que Por un puñado de dólares (Sergio Leone, 1964) hizo con Yojimbo (Akira Kurosawa, 1961), pese a partir de idéntica premisa del actor apesadumbrado por el compromiso de reinventarse o morir. Babylon es un amor manifiesto, respeto y pleitesía, que culmina en esa apoteosis conclusiva en la que uno de los protagonistas se rompe por el dolor y la melancolía, al descubrir en la película que se proyecta en el cine, y que se convertirá en eterna, el retrato de una época de la que fue testigo privilegiado y héroe improvisado; al revivir, a través de la sucesión de fotogramas, las experiencias de unos amigos que ya desaparecieron, con quienes recorrió la sin par singladura del éxito y del fracaso, vorágine de sensaciones desbocadas. Y en seguida, vemos cómo el protagonista se recompone, al comprender que la añoranza sólo es el reflejo de un tiempo que presenció, de una historia que ayudó a escribir. Al revelársele la afortunada confirmación de que él también formó parte de la imperecedera grandeza del cine.

Queda aplaudir, al cierre de tres horas de metraje. Queda reconocer el impagable trabajo de una inconmensurable Margot Robbie, inmensísima, quien consigue aunar la belleza y sensualidad que caracterizan a su personaje con la imparable caída hacia la autodestrucción a la que se ve abocado. Aunque apenas comparten escenas, igualmente, encabeza el cartel Brad Pitt, quien interpreta con solvencia a un galán, estrella del cine mudo, borracho de fama, éxito y alcohol, que padecerá la tortura del fracaso, al no poder encajar en la nueva forma de hacer cine. Y aplaudir, cómo no, el logrado diseño de producción y la espectacular fotografía, que llenan cada plano. Aplaudir la narrativa y la peculiar representación del sistema de rodaje durante la etapa muda. Aplaudir, en fin, la fenomenal, sobresaliente, aportación musical de Hurwitz, elemento integrado en las secuencias, y arte por el que director y músico tienen tanta pasión como por el cine.

Lucenadigital.com, 31 de octubre de 2023

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