sábado, 15 de junio de 2024

Un choque accidental y una foto casual

  Es sábado por la mañana y abril está a punto terminar. Me he acercado a una feria del libro en busca de un par de títulos descatalogados, de esos que ya no se reeditan. Mis esperanzas son prácticamente nulas; en la actualidad, pocas ferias de este tipo reservan espacio para las obras descatalogadas o de viejo. En realidad, esta últimas, las usadas o de segunda mano, no son santo de mi devoción. En algún momento excepcional he adquirido libros de este tipo, más por el hallazgo inesperado del título o por la necesidad de añadirlo a mi biblioteca que por resultar proceder recurrente. Reconozco el valor del movimiento de los libros. Falta de espacio, desinterés hereditario, lectura decepcionante o instrumento económico; a veces, se prescinden de volúmenes como en febrero se prescinde del juguete regalado en navidades, y siempre es preferible que lleguen a las manos adecuadas o solícitas, antes que quedar abocados a la destrucción, a la desaparición o a la terrible oscuridad del olvido. Puede deberse, mi rechazo hacia el libro usado, a mi peculiar negativa a prestar libros o, por precisar, a mi peculiar negativa a que el libro abandone el recinto donde se encuentra mi modesta biblioteca. Quiero decir que no es que se trate de obras reservadas sólo para mis ojos, cuales ejemplares a recaudo de Jorge de Burgos (aunque admito que aquí el símil patina un poco, al ser un personaje ciego, sé de sobra, lector adiestrado, que me ha comprendido), sino que puedo permitir que sean leídas in situ, y sin que nadie fallezca a causa de la curiosidad (sí, a colación de lo de Jorge de Burgos). Todo libro merece ser leído y difundido, porque todo libro es provechoso, para el intelecto y el alma. Cosa distinta es que cualquiera se crea capacitado para publicar un libro o que cualquiera se tope con editor que así lo crea y, encima, cuente con lectores crédulos en demasía; pero, entre las facultades del entusiasmo, se alza la de impedir apreciar el veneno que se traga al humedecer la yema de los dedos para pasar las páginas (perdón, inevitable acudir de nuevo a Jorge de Burgos).

Y divago, como de costumbre… El caso es que abril cierra inusitadamente cálido y la mañana de sábado amenaza con preservar el éxito canicular, pese a que una masa de nubes con feo tono grisáceo pretenda, ilusa, pugnar por el protagonismo. Me adentro en la feria, entonces, a una hora en la cual el sol, que no atiende a eventos culturales ni mundanos, comienza a enfocar, poderoso y cruel, sobre una de las dos líneas paralelas de casetas erigidas para la ocasión. Me decido a iniciar el avance por esta línea, presta la agilidad, a fin de rehuir en tiempo récord la fulgurante acción de carbonización del astro rey. Hay un número razonable de público circulando por el escenario, el suficiente como para facilitar la intención gulusmera sin vislumbrar el desierto en la calle improvisada por los puestos. Así que me lanzo a la caza. A través de un altavoz, una voz femenina anuncia el nombre del próximo autor dispuesto para la firma de ejemplares y la caseta donde aguarda a sus lectores. La edad de los asistentes es muy variada, si bien, muchos padres y abuelos aprovechan el descuento para agenciarse algunos libros infantiles, y pronto confirmo aquello que barruntaba al principio. Predominan, colocaditos con esmero y conveniencia sobre los tenderetes de las diversas librerías, los títulos de reciente tirada o de edición todavía rotativa. Títulos literarios, ensayísticos, con especial sección al ámbito y a la autoría locales, lo que es de agradecer, y apéndices vinculados al republicanismo español, único faro moral y bandera democrática de nuestra historia, por descontado. Me llama la atención la ausencia o escaso cupo de autores y títulos clásicos, de la literatura universal, que atribuyo… En fin, a lo que lo atribuyo serviría de disertación aparte.

En ello estoy, pues, corroborando mis expectativas a medida que supero las casillas literarias, cuando, al girar, accidental, se lo juro por mi edición apostillada de El nombre de la rosa, fortuitamente, dado que me ha flanqueado por la zona neutra de la visión, me choco, ligeramente, eso sí, con un hombre que se aproxima al mismo estand. De inmediato, me disculpo. En puridad, no me he percatado de su cercanía. Sin embargo, el hombre, de apariencia sexagenaria y considerable diámetro a la altura de la cintura, que pasea dialogando con quien percibo que es su esposa, sin siquiera inmutarse, continúa a lo suyo: de charleta con su mujer, mientras se acerca a comprobar lomos. Ni amaga con mirarme, mucho menos con dirigirse a mí, para restar importancia al percance o para recriminarme la falta de cuidado. Nada. Suceso ignorado.

Superado el pequeño revés, aún un tanto perturbado o sorprendido por el apático comportamiento del hombre, deambulo por las últimas casetas de la feria. En una de ellas, el librero intercambia impresiones con una joven y un hombre alto y maduro; ha superado éste la cincuentena, quizá, ronda la edad de la estrella de mi incidente anterior. No he estado pendiente de la conversación; no obstante, la joven parece ser la escritora cuya obra vende el librero, y el hombre, por su parte, sin estar seguro del todo, insisto, una suerte de antiguo profesor o mentor, a quien, en un instante, se le ocurre la feliz idea de inmortalizar la reunión. La casualidad de mi presencia le lleva a pedirme si me importaría encargarme de la ejecución fotográfica, lo que acepto encantado. La joven me entrega su teléfono, los tres posan delante del objetivo, ella al centro, los hombres a un protocolario y respetuoso palmo a cada lado. Realizada la foto, los tres vuelven raudos a su coloquio y ella, sin desviar la mirada de sus interlocutores, recupera el teléfono de mi mano oferente. No espero un agradecimiento, sí, al menos, un saludo de despedida… Nada. Otra vez la apatía del comportamiento, la ignorancia hacia el semejante.

Al poco, me alejo de la feria del libro. No me preocupa lo infructuoso de mi misión literaria. Me preocupa qué sucede con nuestra condición social, con nuestra naturaleza gregaria… O qué diablos pasa, simplemente, con nuestros buenos modales, con nuestra buena educación.


Lucenadigital.com, 31 de mayo de 2023

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